Estoy en el terminal terrestre, son las seis de la tarde. Visto una blusa
roja bastante rala y no llevo sostén, se notan con claridad mis pezones; un
pantalón ceñido y roto, zapatos deportivos, gafas cafés que me cubren gran
parte del rostro y un par de argollas en las orejas. Este es mi atuendo
favorito, me siento sexy y libre. Horas atrás discutí con Melkor (así se llama
un personaje de Tolkien en el libro El Silmalirion, creador del mal, orgulloso;
lleno de terror y cinismo, nadie lo vence, tiene poder y resentimiento hacia
otro seres creados, mi novio).
El terminal está repleto, es feriado. Miro a la gente y
pretendo adivinar cuál es su rumbo. Una fiesta, una orgía o cualquier vaina
parecida. Me dirijo a comprar un boleto para Salinas, quiero largarme de aquí,
pero la fila es tan larga y me retiro. Siento demofobia al ver tanta gente.
Subo al tercer piso, miro a todos lados para encontrar un
asiento, veo uno vacío y avanzo de prisa y me siento. Abro el libro “El
Silmarilion”, coloco entre mis piernas el celular, espero una vibración que
indique un mensaje de Melkor. Estúpida pelea con mi novio, me entristece, duele
como una patada en los ovarios. Observo los rostros de la gente, escucho sus
risas y eso me amarga, me siento como el punto negro, dentro de esa armonía
blanca que representan sus risas.
Me doy cuenta de un detalle, no sé si es burla del destino,
pero cada vez que me encuentro triste y sola, veo amor en el aire y me da
náusea, o es mi mecanismo de defensa. Sumergida en esos pensamientos me
encuentro con el libro y el estúpido celular que no vibra, este desgraciado no
me escribe, ni lo hará, porque la pelea es uno de sus tantos berrinches
machistas, es demasiado esperar, sin embargo, la ansiedad vence y mi orgullo
cae. Le escribo diciéndole que lo necesito, que estoy en el terminal terrestre,
que venga (necesito que me necesites Melkor).
Responde el mensaje de inmediato: No iré a buscarte. Preciso
aclararle que él es el culpable de destruir esto. Agarro fuerzas, me dirijo a
coger el bus que me lleve a la casa del horror donde está Melkor.
Ahí estaba, en la
casa. Lo encontré de la misma manera como lo imaginaba, este tipo es bastante
predecible, estaba con una botella de cerveza, un tabaco y de fondo musical la
voz chillona de Alejandro Sanz. Me senté y le dije te amo (me odié en ese
momento; no era cierto, quería gritarle que mi vida es una porquería a su
lado). Él me contestó: Te amo, mi vida sin ti no tiene sentido. (Típicas
palabras gastadas, pensé). Siguió
gimiendo, balbuceando juramentos, no le creí ni una de sus estúpidas y
miserables palabras. Todo lo que pensé en el terminal que le diría lo borré con
un: Levántate y salgamos. Él me besó, yo no sentí nada.
Mientras se bañaba para salir, me cambié de ropa, me miré en
el espejo y lo único que observé fue un reflejo de la imprudencia. No era
feliz, me estaba exigiendo serlo con alguien que ni sabe el significado. .
Entró al cuarto. Me miró y dijo: Te amo, ¿pasa algo?
Yo tenía tanto para decirle, solo me limité a murmurar: no
me pasa nada. Miré su rostro vacío, recordé una canción de Sabina: “y la vida
siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido…”
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