Guayaquil, ciudad donde te vuelves loco o te adaptas, frase
que escuché en una película. Me toco
acostumbrarme a una casa a media
construir donde el polvo se mezclaba con el olor nauseabundo de la
alcantarilla. Cada vez que abría las ventanas un par de edificios hacían el
contraste con el desahucio que la gente de la Valdivia caían con sus palabras,
la calle iluminada por ese vapor caliente que exhalaba el suelo y que los buses
atropellaban, ese vapor subía a mi vestido provocaba molestia y desazón.
Una vez que salía del aprisionado cuarto, encontraba la
ironía viviente de esta ciudad. Subirme a un bus destartalado y ver como
personas con sus vestidos formales trataban de no tocar ninguna parte del bus
por miedo a la suciedad.
El panorama visto desde la ventana de la Cayetano bien
apodada la borrachita, porque era el único bus que transitaba hasta la media
noche, recogiendo a esos seres noctámbulos de esas fiestas de placer y
delirio; apoyaba mi brazo y me perdía en
los bloques del seguro, puesto de lado por el gran centro comercial. Esa calle
tan larga y caótica “La quito” era toda una travesía, cada vez que el semáforo cambiaba en verde, los
buses se creían pilotos de fórmula una y corrían con una fuerza tal que muchos
de los pasajeros iban con el Jesús en la boca.
Pasar del sur al norte era un contraste, atrás dejaba las
calles empolvadas y las suelas de mis zapatos se adaptaban al cemento y a esas
grandes palmeras que bordean el San Marino, pero un olor me invadía y ese brazo del estero que bordea una parte de
Urdesa, apestaba y me recordaba a mi querido sur.
Al avanzar por la Víctor Emilio Estrada, la calle ya no es
cemento, ahora es adoquín, y las casas ya tienen otra estructura, impecables y
sofisticadas; no hay perros callejeros ni puestos de comida. Todo es tan
ordenado y parece otra ciudad, aquí se respira Chanel n 5.
Guayaquil es una paradoja, donde los habitantes son
forasteros del norte y sur.