Todos
sabían que en aquel país rodeado de caos, una vez que entrabas a la denominada
La casa de la carcajada, tu futuro no solo era incierto, sino serías parte de
la historia.
Rubén,
un joven deportista de estatura baja, gran barba y ojos rasgados entrenaba
béisbol en la capital, no era algo que le apasionaba, pero al menos era su
escape de la realidad que sofocaba el ambiente y flotaba en el aire.
En
las noches, Rubén cambiaba su nombre por Felipe; el grupo de amigos eran
intelectuales, izquierdistas, castristas. Jóvenes llenos de esperanza y de un
dolor que oprimía sus pechos cada vez a leer las noticias de muchachos que de
la nada sus cuerpos ya no eran parte de este mundo, talvez nadaban en algún
lugar del pacífico.
Mientras
leían El manifiesto comunista de Karl Marx, un ruido los levantó de su lectura
concentrada y como instinto de supervivencia, corrieron al fondo más oscuro de
aquel cuartucho. Entraron ellos, los hombres vestidos de verde y gritaron el nombre
de Felipe. En un minuto este joven vio toda su vida, salió del escondite y se
paró frente al militar, con esa mirada desafiante que solo los guerreros saben
lanzar, sin temor alguno respondió: Yo soy. ¿Qué quieres? Te queremos a ti,
respondió el hombre.
El
camino parecía ser largo, el carro donde iba Felipe no se detuvo en ningún
momento; de pronto la carretera se convirtió en un sendero de piedras, eso
creía, ya que una gran funda negra cubría toda su cabeza y no podía ver su
alrededor. Pensó en su madre, lo estaría esperando con una sopa caliente, una
lágrima rodó por su mejilla, sintió una punzada en el estómago.
El
auto se detuvo de golpe y lo bajaron a Felipe mientras insultaban sus ideales,
rebajaban su lucha; que le digan indio no le molestaba, pero que su
inteligencia sea menospreciada, claro que sí.
A
lo lejos, escucho unos quejidos y mientras se acercaba, más claro escuchaba,
eran gritos de dolor, nostalgia, miedo.
Un
hombre le dijo: Bienvenido. Felipe alzo su rostro, ya sin la funda en su
cabeza, lo miro a los ojos y le entregó una cadena donde estaba la cara de
Lenin; el hombre lo escupió y pidió que se lo llevarán.
Felipe
camino por ese pasillo mugriento y apestoso, siguió los gritos, las lágrimas y
en medio de todo eso su ser se desvaneció como humo de cigarrillo en el sol.