domingo, 6 de septiembre de 2015

La casa de la carcajada


 Todos sabían que en aquel país rodeado de caos, una vez que entrabas a la denominada La casa de la carcajada, tu futuro no solo era incierto, sino serías parte de la historia.
Rubén, un joven deportista de estatura baja, gran barba y ojos rasgados entrenaba béisbol en la capital, no era algo que le apasionaba, pero al menos era su escape de la realidad que sofocaba el ambiente y flotaba en el aire.
En las noches, Rubén cambiaba su nombre por Felipe; el grupo de amigos eran intelectuales, izquierdistas, castristas. Jóvenes llenos de esperanza y de un dolor que oprimía sus pechos cada vez a leer las noticias de muchachos que de la nada sus cuerpos ya no eran parte de este mundo, talvez nadaban en algún lugar del pacífico.
Mientras leían El manifiesto comunista de Karl Marx, un ruido los levantó de su lectura concentrada y como instinto de supervivencia, corrieron al fondo más oscuro de aquel cuartucho. Entraron ellos, los hombres vestidos de verde y gritaron el nombre de Felipe. En un minuto este joven vio toda su vida, salió del escondite y se paró frente al militar, con esa mirada desafiante que solo los guerreros saben lanzar, sin temor alguno respondió: Yo soy. ¿Qué quieres? Te queremos a ti, respondió el hombre.
El camino parecía ser largo, el carro donde iba Felipe no se detuvo en ningún momento; de pronto la carretera se convirtió en un sendero de piedras, eso creía, ya que una gran funda negra cubría toda su cabeza y no podía ver su alrededor. Pensó en su madre, lo estaría esperando con una sopa caliente, una lágrima rodó por su mejilla, sintió una punzada en el estómago.
El auto se detuvo de golpe y lo bajaron a Felipe mientras insultaban sus ideales, rebajaban su lucha; que le digan indio no le molestaba, pero que su inteligencia sea menospreciada, claro que sí.
A lo lejos, escucho unos quejidos y mientras se acercaba, más claro escuchaba, eran gritos de dolor, nostalgia, miedo.
Un hombre le dijo: Bienvenido. Felipe alzo su rostro, ya sin la funda en su cabeza, lo miro a los ojos y le entregó una cadena donde estaba la cara de Lenin; el hombre lo escupió y pidió que se lo llevarán.
Felipe camino por ese pasillo mugriento y apestoso, siguió los gritos, las lágrimas y en medio de todo eso su ser se desvaneció como humo de cigarrillo en el sol.



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