martes, 30 de junio de 2015

La paradoja de Guayaquil

Guayaquil, ciudad donde te vuelves loco o te adaptas, frase que escuché en una película.  Me toco acostumbrarme a una  casa a media construir donde el polvo se mezclaba con el olor nauseabundo de la alcantarilla. Cada vez que abría las ventanas un par de edificios hacían el contraste con el desahucio que la gente de la Valdivia caían con sus palabras, la calle iluminada por ese vapor caliente que exhalaba el suelo y que los buses atropellaban, ese vapor subía a mi vestido provocaba molestia y desazón.
Una vez que salía del aprisionado cuarto, encontraba la ironía viviente de esta ciudad. Subirme a un bus destartalado y ver como personas con sus vestidos formales trataban de no tocar ninguna parte del bus por miedo a la suciedad.
El panorama visto desde la ventana de la Cayetano bien apodada la borrachita, porque era el único bus que transitaba hasta la media noche, recogiendo a esos seres noctámbulos de esas fiestas de placer y delirio;  apoyaba mi brazo y me perdía en los bloques del seguro, puesto de lado por el gran centro comercial. Esa calle tan larga y caótica “La quito” era toda una travesía, cada  vez que el semáforo cambiaba en verde, los buses se creían pilotos de fórmula una y corrían con una fuerza tal que muchos de los pasajeros iban con el Jesús en la boca.
Pasar del sur al norte era un contraste, atrás dejaba las calles empolvadas y las suelas de mis zapatos se adaptaban al cemento y a esas grandes palmeras que bordean el San Marino, pero un olor me invadía y  ese brazo del estero que bordea una parte de Urdesa, apestaba y me recordaba a mi querido sur.
Al avanzar por la Víctor Emilio Estrada, la calle ya no es cemento, ahora es adoquín, y las casas ya tienen otra estructura, impecables y sofisticadas; no hay perros callejeros ni puestos de comida. Todo es tan ordenado y parece otra ciudad, aquí se respira Chanel n 5.
Guayaquil es una paradoja, donde los habitantes son forasteros del norte y sur.


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