jueves, 9 de marzo de 2017

El motel de los insomnes

No fue el alcohol ni la dosis de cocaína que esa noche aspiraste. Sabíamos que eso sucedería porque personas como nosotros no entienden de manuales de lo que viene antes o después, del orden mucho menos. Cuando te aproximaste a los labios que suavemente te adheriste debajo de la mesa, sin nada que te estorbara, refrescando luego tu garganta con la cerveza a punto ebullición y Hector Lavoe con la ya conocida periódico de ayer, no me detuve; el ritmo de las copas alzándose, una pareja mirándonos, otros discutiendo de política, gente mirando un partido de futbol sin audio, sincronizaba la agitada respiración que me llevaría a liberar lo temido y dejar que la palabra riesgo cayera en el abismo conmigo.

Tomar el taxi, el suplicio de todas las mujeres como yo te impacientó tanto que por un momento tu mano estrelló la pared, pidiéndome perdón por esa actitud, rogarme que el amor que sentías perdías la cabeza y las entrañas se asomaban a tu boca; terriblemente iba perteneciendo a tu oscuridad, la densidad que suele Lovecraft describir y me encantaba. Cuando llegó nuestro auto no pude pensar, veía a la gente como conejos rutinarios siguiendo una zanahoria llamada noche con sus distintos derivados, estábamos nosotros perdiendo un poco de cada uno.

Y llegamos al precipicio, abriste la puerta, te abrí las piernas; fuiste despellejando los logros con cada succión, penetración, beso oscuro o no aclarabas el corazón, para luego convertirnos en monstruos, tú regresando con las tinieblas, yo más ciega que el día anterior.

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